miércoles, 21 de mayo de 2014

ON THE ROAD AGAIN

 —¿Qué va a ser?
—De preferencia comer, si es posible —contesté mientras me sentaba.
—¿Carta o menú?
La muchacha pateando el suelo, impaciente. Yo, con mi retardo habitual.
—…Menú, estoy trabajando.
—Lo prefiere en papel o se le mando por guasap.
—¿El menú?
—No, el teléfono de Jennifer Aniston. ¿Qué se ha pensao, que esto es El Bulli?
Yo le escuché “ebuyi”, para mí que era por el chicle.
—Y no me puedes decir lo que hay, así… de palabra.
—De palabra ni hostias, que luego me comprometo y a mí sólo me pagan por servir. ¿Papel o guasap?
         —Pásamelo en papel, es lo más…
         —A mano o a máquina —me interrumpió.
         —¿Qué diferencia hay?
         —El de “a mano” no se entiende.
         —¡Pues a máquina!
        —El de “a máquina” es de ayer. Estará frío, luego no me venga con impertinencias que una ya tiene el rimel más rayao que el tortazo de Gilda.
         Adáptate Oscarin que estás en el XXI.
         —Vale, te doy mi número y me envías un guasap.
         —¿Qué menú quiere, el de diez o el de quince?
         —Mándame los dos, ya escogeré.
       —Del de quince no queda, y el de diez lleva pulpo.
         —¿Y qué problema hay con el pulpo?
         Se agachó para susurrarme al oído:
         —Que ya no queda pata, hemos servido las ocho, sólo pechuga.
         —Será cabeza, sabré yo que soy de mar.
         —No me cuente su vida que llamo a seguridá. En la máquina pone pechuga y además viene la foto, ya se la he mandao.
         —¡Esto es pollo! —solté.
         Miró mi pantalla.
         —Eso es del restaurante de al lado. ¡Ya nos han jaqueado el güifi, mecagüen…
         —Bueno, yo con una ensalada…
         —¡Cual de toas!
     —La que viene en la foto, sólo hay una. Mira, aquí…
         —¡Ah! para esa tiene que pinchar el lin, el que viene en pedefe, pero es en blanco y negro.
         —¿La foto?
         —No, la ensalada. Es que no son de la casa, nos las mandan por interné y no tenemos cuatrogé.
     —¿Y de postre? —pregunté. Ya te acojonas y quieres rematar el asunto.
         —¡Aaa, por eso ha venío! Es nuestra especialidá.
Señaló la puerta trasera abierta hacia la era y, con un seductor brillo en la mirada:
»El membrillo es el de la derecha. ¿Se habrá traío la escalera?
—…No, yo no…
—Ya me ha tocao otro puto facha. ¡¡El postre lo hemos puesto de sel-servis!! Y si no está conforme le paso los estatutos del esclavo, que pa eso estamos sindicaos.
—¿Y no tendrías un helado?
—Del tiempo.
—Estamos a veintiocho grados…
—¿Y qué quiere, que se lo envuelva en un tanga? Si lo prefiere se lo sirvo con abanico, pero tiene suplemento. ¿Pa beber?
—¿La gaseosa también es del tiempo? —Ahí, yo concretando, con dos.
—No, Ribera del Duero, y viene con climatizador y un Montecristo de regalo. ¡Joer con el señorito! Si quiere también le envolvemos las sobras pal chofer.
—Sólo pretendía comer, no creo…
—¿Bueno qué, le apunto un café o se me queda a echar la siesta?
—Me quedo con el café.
—¿Colombia o Langreo? Se lo digo porque el de Langreo está en promoción, lo servimos con su taza, platillo y cucharilla.
—¿Y el de Colombia?
—En grano y usted se apaña.
—¿Cogen tarjeta?
—¡Ni de coña! El datáfono tiene demora, todavía estamos cobrando los desayunos y una no está pa caprichos, que luego tengo el turno de noche en la universidá.
—¡Ah! ¿Estudias?
—¡No, que va! Yo soy profesora, mecánica cuántica. Pero ya sabe, la cultura en este país…


* Con todo mi cariño para esos magníficos trabajadores con los que compartimos los pequeños momentos dulces de cada día.


Oscar da Cunha
21 de mayo de 2014

jueves, 8 de mayo de 2014

TAN LEJOS COMO AYER

El parque está distinto y tú también, tenías menos edad. Yo te recuerdo mucho más grande. ¡Qué suerte tenemos de que la memoria nos engañe! ¡Qué suerte tuve de poder ser niño!

¿Recuerdas la caja de frutas?, se la llevó el tiempo. De su madera no brotaban hojas, pero formábamos un buen equipo. Se la tuve que robar a Pascual, el de los ultramarinos. Ya sé que tú no tenías la culpa, nadie la tiene de que, con seis años, no te lleguen las piernas.

Te llamaban árbol, ¡qué sabían ellos! ¿Acaso alguno te escuchó?

No estoy seguro de si fue la primera vez, cuando me dijiste que eras una nave espacial. Me senté en el hueco reservado para el piloto y conseguimos llegar hasta ese planeta donde, a los que son como tú, les piden consejo.

Pero lo que más me gustó fue aquel día en que me enseñaste a ser invisible, escondido tras ese brazo de la izquierda. ¿Por qué sonreían? ¡Ingenuos! No eran capaces de entender que no podían verme.

De nada sirve navegar si no es para gritar ¡tierra! Nos costó toda una mañana de verano sin sal. Pero aprendí que el mejor barco es el que tiene las raíces más profundas y el timón…, entonces me di cuenta de que el timón más certero es la mirada.

Sólo te vi sufrir una vez, y cumplí mi promesa. El gorrión se quedó dormido entre tus brazos y tú no podías enterrarlo a tus pies. Sí, esa tarde la tengo guardada, desde entonces sé que no podemos ser eternos.

¿Y el susurro del viento?, aprendí a leer en tus hojas que él es quién se encarga de otoñarnos. ¿Y qué más da que me llamen raro? Prefiero oír así el calendario, ese murmullo que va matizando mis pelos de blanco.

Esto no te lo había contado nunca, porque yo estaba más acostumbrado a la soledad. Sólo se debe llorar cuando llueve, ¿no tiene color la sangre? A ninguna lágrima le ponen vendas pese a que nos alcance desde las heridas más dolorosas.

Después de tantos años y me has reconocido. Siempre te gustó que acariciara tu espalda, pero no te preocupes, ¿para qué se lo voy a decir a los otros? ¿Qué árbol se creería que hablas conmigo?

Oscar da Cunha
8 de mayo de 2014

jueves, 1 de mayo de 2014

LE BLANC ET NOIR

¿Sabéis cual es el secreto? Yo sí, creo que la fantasía pude convertirse en realidad. Es fácil con un poco de práctica: se trata simplemente de dejar de pensar como un adulto. Vale, quizá yo tenga ventaja porque nunca he conseguido llegar a madurar, y a estas alturas de la partida tampoco estoy convencido de que merezca la pena. 
La calle central, a partir de donde nacía la plazoleta, estaba atravesada por un río, yo vi el Misisipi. Y, al bajarme del coche, creí recordar que el letrero de la entrada al pueblo indicaba “Baton-Rouge”. Por supuesto que no se lo comenté a mi mujer, a veces se cansa de ir por la vida con un niño y a mí me aburre tener que fingir siempre que soy un adulto.

         El único bar está en la esquina, detrás del sauce que derrama sus lágrimas sobre el río. Cuando has visitado muchas veces el mismo pueblo crees que ya no tiene misterios; la clave está en la palabra “crees”, dista mucho del “sabes”, y por medio se cruza el “imaginas”.

         ¿Por qué las mujeres acostumbran a decir café cuando lo que quieren es mear? Abrí la puerta del bar y le cedí el paso, yo todavía podía aguantar un rato. “Le Blanc et Noir” era literal, como su nombre. Una vez que a tu espalda se cerraba la puerta, todo era blanco y negro, no me refiero a la decoración, que también. La orquesta —sí, habéis leído bien, unos muchachos tocando diferentes instrumentos: trombones, saxos, trompetas, un  contrabajo, incluso un pianista— estaba perfectamente trajeada en blanco y negro.
         Creo que entramos en el momento crítico —resultaría arrogante pensar que el momento crítico estaba esperando a que nosotros entrásemos—, los vientos de la orquesta se pusieron en pie y atacaron los primeros compases de “In the Mood”. Todas las mesas estaban ocupadas por parejas que, de inmediato, se levantaron y comenzaron a moverse; parecían conocer con perfección cada paso de baile, cada giro, cada… La coreografía en el local era impecable, ellos, con sus trajes negros y camisa blanca; ellas, dentro de un almacén de tejidos de tapicería con encaje —¿hace falta añadir que en blanco?—. Los únicos que desentonábamos éramos nosotros, el azul de los vaqueros parecía sicalíptico, ¿os imagináis una escena de “Una noche en la Ópera” con Groucho Marx recibiendo un WhatsApp? Nosotros éramos el WhatsApp de aquella fiesta.

         Ella se adapta más rápido ante lo insólito, yo siempre tengo un pequeño retardo con el directo.
—¿El tocador, por favor? —le pregunta a un engominado camarero.

No nos incomodó compartir mesa con una elegante pareja, a ellos tampoco. Entre ambos no sumarían mi edad. El impecable nudo de la corbata de él resaltaba sobre el deslumbrante blanco del cuello de su camisa (eché en falta mis gafas de sol); y en ella, sobresalía la intensidad de sus labios por un carmín que presumí rojo pero que yo veía, dentro de una escala de grises, con un matiz cercano al negro.
—Veníamos a tomar un café pero creo que nos hemos colado en una boda.
—¿Boda? —El joven, con la raya de su pelo bien marcada y una brillante sonrisa, se sorprendió—. No hay ninguna boda, este es el baile de los domingos.
—¡Vaya, entiendo! Y cada domingo lo dedican a una década en especial ¿Y qué pasa con el blanco y negro, Oscarin?, no te olvides del blanco y negro—. ¿Hoy qué toca, los años cuarenta?
         Ambos se miraron, nos miraron a nosotros y la joven, al punto de echarse a reír, nos soltó:
         —Esto es… ¡lo último!
         Mientras, el resto de las parejas, en el centro del local, empezaban a acompasarse al ritmo de “Boogie Woogie”.
         Ya, ya sé lo que estáis pensando, yo también intenté convencerme con el mismo planteamiento, absurdo pero… las alternativas me situaban llamando al timbre del psiquiátrico. Entrar en “Le Blanc et Noir” no sólo era entrar en un local; por alguna alteración física que prefiero no comprender, allí había una puerta del tiempo, un salto hacia atrás.
         Ahora, imaginaros mi cara de póquer cuando le pregunté al muchacho de la brillante sonrisa:
         —¿En qué año estamos?
         —¿Se encuentra bien? —Esa inquietud en su mirada y la respuesta—: Estamos en dos mil catorce.
         No se le debe cerrar la puerta a la fantasía y yo no estaba dispuesto a renunciar a mi viaje a través del tiempo. Saqué mi teléfono móvil del bolsillo y lo puse sobre la mesa.
         —¿Sabe qué es esto? —¿Por qué seguía tratándole de usted?, era casi un chiquillo.
         —Sí —me contestó, educadamente pero con cierto desdén—. En el anticuario del pueblo se consiguen muy baratos. Ya no sirven para nada.
Comprobé que no había ninguna rayita (en el teléfono), ninguna red disponible.
         Ambos se levantaron, al instante reconocí aquellos acordes de trompeta, “Over the Rainbow” y cada pareja acortando la distancia entre sus cuerpos.
         »Disculpen, esta es nuestra canción.

Ella que me mira, después de veintinueve años conozco esos ojos y sé el peligro que les acompaña. Hago un gesto negando con la cabeza; jamás pensé que utilizaría una excusa tan extravagante:
—Vamos a hacer el ridículo, estamos en color.

         Las lentas se van sucediendo y con “Moonlight Serenade” la sensación de verás-como-la-liamos se queda atrás. Ella se decide y yo me conformo con dejarme llevar. Bailamos en color, rodeados por aquel ballet de parejas en blanco y negro, y consigo estrenar mis pisotones en el último giro de la canción con la que nos retiramos de nuevo a nuestra mesa, ahora ocupada por una pareja de ancianos.

Vale, quizá no fueran tan ancianos, las miradas que intercambiaban me confirmaron que la juventud no es una cuestión de edad.
         Él, desde sus ojos claros me sonrió.
         —Todavía están a tiempo de recuperar el blanco y negro, cuando nosotros empezamos tendríamos su edad. Y aquí nos tiene, ya no hay color.
         Desde aquél, nuestro primer domingo, ya nunca faltamos. Cada tarde bailamos las mismas canciones que siempre son nuevas, nuestro aspecto ya no desentona, y el teléfono lo dejamos en casa, no sirve para nada.
Probadlo, ya lo he dicho al principio, no es difícil con un poco de práctica: se trata simplemente de dejar de pensar como un adulto.

Oscar da Cunha
1 de mayo de 2014