domingo, 16 de noviembre de 2014

EN UNA MAÑANA DE OTOÑO

Entre mis numerosas virtudes figura, también, la de ser muy despistado y disfrutar de una memoria más reducida que la de un geranio. Trabajo a fondo mis olvidos y a estas alturas de la promoción procuro rodearme de quienes sean capaces de disculparme. Pero las ciudades no perdonan, son crueles amalgamas de calles que cambian de nombre, de sentido y hasta de barrio. Medio año sin frecuentar cualquiera de ellas y ya soy incapaz de esconder el pato que llevo dentro.
Sucedió el otro día en… no recuerdo cómo se llamaba pero poco importa. Pasé un buen rato intentando reconstruir el callejero en mi cabeza hasta que el dibujo que formaba uno de los chicles pegado en una baldosa me confirmó que estaba caminando en torno al mismo círculo. Ya sé que los teléfonos actuales están provistos de un programa específico capaz de sentarte en el más recóndito McPorky´s de la Antártida, pero tengo miedo de abusar de ellos y terminar necesitándolo dentro de casa. Yo soy más de preguntar, y la pareja de veteranos que caminaba hacia mí era de los de merecer una foto a su lado. El caballero, perfectamente trajeado y un fedora negro que no le impedía lucir un arreglado bigote. La dama, con un moño rubio en el que cabían todos los recuerdos de una vida, traje Chanel y barbilla señalando el horizonte.
—Perdonen. —Les abordé—. Me podrían indicar cómo llegar a la plaza Gamboa.
—Por supuesto —El caballero me respondió con una solícita sonrisa mientras la dama intentaba recordar qué peluquero recomendarme—. No necesita más que tomar esa segunda calle que está a la izquierda y seguirla hasta el final. Pero yo le aconsejo que, aunque dé más vuelta, vaya por detrás, suba por esta primera y luego giré dos veces a la derecha.
—¿Y por qué voy a utilizar un recorrido más largo? —le contesté sorprendido—. Me parece más cómoda la primera alternativa que me ha sugerido.
—Usted verá, pero en esa calle está lloviendo.
Disfrutábamos de una de esas mañanas que de vez en cuando nos regala el otoño. El cielo inmaculadamente azul, una suave brisa cálida y las hojas de los árboles bailándole Sangre Vienesa al barrendero municipal.
—¿Me toma el pelo? Hace un día espléndido.
—Yo nunca bromeo —saltó con porte orgulloso—. Usted ha preguntado y yo le he dado dos opciones. ¡Escoja!
Y escogí el camino más corto que no siempre coincide con el que te lleva antes a tu destino. Doblé la esquina de la segunda calle a la izquierda y sonreí, la misma brisa, una acera de sol y la de enfrente a la sombra. 
Las mujeres son capaces de pintarse la uñas, mantener una conversación con el subsecretario de defensa y decidir que su hijo pequeño necesita clases particulares de inglés, y al mismo tiempo. Pero yo no me pinto las uñas ni tengo hijos, quizá por eso no me percaté del trueno mientras contemplaba la preciosa carrocería del Citroën 15 ligero del 53 que estaba aparcado en la acera de sol. Tal vez por entretenerme en el escaparate de La Violeta “Casa especializada en la elaboración de barquillos”, no me fijé en que la gente comenzaba a abrir sus paraguas. Y seguro que el sonido del chiflo del afilador tuvo la culpa de que no advirtiera que estaba empezando empaparme bajo la lluvia.
Coincidimos, buscando cobijo, bajo la marquesina de entrada al Excelsior “CINE DE ESTRENO: Los 400 Golpes de François Truffaut”. Ella, una atractiva rubia con media melena y mirada capaz de derretir el témpano de hielo que hundió el Titanic. Él, con esa juvenil decisión dispuesta a llenar las dos tallas que le sobraban de su traje.
—¿No nos recuerda? —La muchacha exhibió una voz tan difícil de olvidar como la Serenata D 957 de Schubert.
—Perdonad, pero no…
—Diego ya se lo advirtió, en esta calle está lloviendo.
—Y no me creyó —remató él mientras la cogía por la cintura—, como para hablarle de… todo lo demás. ¿Verdad Elena?
Miré sorprendido a mi alrededor. Pese al chaparrón, los coches, los comercios, el aspecto de la gente, hasta el caso blanco del urbano conversando en la puerta de la sastrería “Especialidad en uniformes civiles y militares”.
—¿Cómo puede ser? Esto parece…
—Mil novecientos sesenta, en esta calle siempre lo es. Fue un otoño muy lluvioso, nosotros nunca lo olvidaremos.
Elena extendió su mano derecha mostrándome un moderado anillo de oro con una pequeña perla blanca.
—Ayer me pidió matrimonio —Le dedicó una sonrisa a Diego que hubiera estremecido hasta a El David de Miguel Angel—, y el año que viene nos casaremos, el último sábado de mayo.
         —¿Cómo ha sucedido? —pregunté—. ¿He entrado en sus recuerdos o…
         —No se haga preguntas cuyas respuestas no merecen la pena —me interrumpió Diego encogiéndose de hombros—. Siga caminando hasta su plaza Gamboa y allí, bajo el sol del nuevo otoño, deténgase a escuchar la brisa y reflexione sobre lo que de verdad importa.
         —¡Suerte! —les salté al despedirme.
         —¿Para qué? —me contestó Elena—. Lo principal ya está con nosotros, el resto… sólo serán los devenires de la vida.
Antes de terminar de recorrer aquella calle, y con la visión de las palmeras que anunciaban la plaza Gamboa, el cielo comenzó a aclararse. Me senté en un banco bajo el sol. Fue el ruido del tráfico, o quizás el silencio con el que una gastada hoja decidió abandonar su árbol para acompañarme lo que me impidió darme cuenta de que mi ropa estaba completamente seca, y aquel cálido céfiro de entretiempo me susurró: “cincuenta y cuatro años”
Hay ciudades con calles misteriosas y pueblos fantasmas, viajes a través de la memoria y agujeros en el tiempo, fenómenos extraños y paradojas de la razón que tal vez la ciencia nunca consiga explicar. ¿Pero qué importancia tiene todo eso comparado con dos almas que consiguen compartir una vida?
No conozco nada más extraordinario.

Oscar da Cunha

16 de noviembre de 2014

* Fotografia: Robert Doisneau
* Música: Los 400 Golpes (Jean Constantin)

domingo, 2 de noviembre de 2014

DE AMORES Y OLVIDOS

Dicen que el primer amor nunca se olvida. ¿Acaso se olvidó alguno de los que le siguieron? Vamos acaparando enamoramientos en nuestra memoria. Enamora una voz, una sonrisa, una mirada…, incluso, a veces, el brillo perlado de una lágrima. Enamoran unos dedos acariciando una copa de champán, esa melena alborotada por el viento de otoño y el susurro de unos pies descalzos por la arena. Enamoran la postura y el movimiento, la palabra y el silencio, cuando conseguimos, pese al cúmulo de los calendarios, mantener nuestros ojos niños.
Vivir es confirmar, cada día, nuestra decisión para dejarnos seducir, por las entreluces del amanecer, o el reflejo de la luna en un charco después de la tormenta. Callejear, mientras el último baile, el de ayer, sigue girando al ritmo de esa orquesta que nunca termina la melodía. Detenerse para conversar por primera vez con ese desconocido que se nos cruza a diario en la misma esquina, y no retirarle el saludo al magnolio del parque porque cuando la primavera empiece a tontear con el verano volverá a florecer.
Enamorarse de esa sonrisa del amigo que, después de años de navegación, al fin vuelve a aparecer, satisfecha, por haber logrado echar el ancla en el puerto que tantas noches le robó el sueño para soñar despierta. Enamorarse de ellos que, como tú, salen del cine con los ojos aún vidriosos porque la última escena les ha arrancado, también, una astilla del alma. Del segundo café de la mañana, porque tiene el mismo aroma que el de hace unas horas cuando estaba ella, y porque en el bar suena la canción con la que acariciaste su espalda por primera vez.
No, ningún amor se olvida, gracias a ellos vivimos, que está varias estaciones más lejos que sobrevivimos. Cada uno es el alimento que nos va convirtiendo en lo que realmente somos, porque ser y estar son tan diferentes como el aliento y la razón, y al amor nunca le han interesado las razones. Quizá sea por eso que nunca terminamos el curso y nadie posee un diploma que certifique que aprendió a amar. No se pueden olvidar las cosas que aún no se han aprendido.
Pero nada es eterno, porque la eternidad no tiene sentido al igual que la perfección, y en nuestra deformidad vamos aprendiendo a valorar sólo aquello que podemos perder. Por eso mueren amores, o se pierden por las entrecalles que a menudo cruzamos sin hacer esa parada, esa reflexión que condiciona el hacia dónde vamos porque venimos de alguien. Y la memoria, ese notario encargado de garantizar la legitimidad de todo cuanto vamos dejando en cada minuto anterior, retiene, a veces en los cajones más íntimos, pero nos entrega una llave que no viene incluida con la voluntad de usarla.
El olvido es nuestra propia condena, nuestra renuncia a confesar que somos humanos y que por ello nos equivocamos. Pretendemos olvidar errores, pero los amores que los acompañaron…, esos, todos se ganaron una lágrima en nuestro recuerdo, aunque no alborotasen más allá de una efímera brisa.

Oscar da Cunha

2 de noviembre de 2014