miércoles, 21 de junio de 2017

LA LEYENDA DE LA CHAMBRE D´AMOUR

Sabina y Lander no se conocen. No lo saben, pero ellos van a ser los protagonistas de una leyenda que ha conseguido y seguirá arrancando muchos besos en las parejas que se pasean por ese rincón donde la Côte Basque y la Côte d´Argent también se cortejan. Si entre Biarritz y Anglet se te escapa un suspiro, tienes la suerte de haber comprendido los misterios del querer.
            A ninguno, todavía, su vida le ha contado que han nacido para encontrar en los ojos del otro el cristal que refleja eso a lo que se le da muchos nombres, cuando es tan sencillo decir sólo por ti. Ambos son jóvenes y creen que no hay dos mañanas iguales. Ambos, aún, ignoran que lo que importa no es la luz del amanecer sino que esta consiga que, aun cuando haya dos sombras, aquel que entienda de mirar sólo vea una. Sabina y Lander no saben que han nacido escogidos para perpetuar una historia para que los demás, por si alguna vez hemos dudado, ratifiquemos que aunque el amor tal vez no sea lo que mueva el mundo… Algo falla en mi frase anterior para que sí le pertenezca la exclusiva de hacerlo.
            Como cada nuevo día cuando se sacude la sábana de la noche, Lander cumple con su ritual: competir con el alba. Es su reto amable pero determinante, y aparezca aquel como decida, nunca lo hará con esa fuerza que la naturaleza no ha conseguido para doblegar su esperanza. Ya ha vencido a dieciocho inviernos, en soledad y sin vender su sonrisa. Imagina que es huérfano porque se lo han contado pero él no lo siente, en sus recuerdos no hay presencias que le permitan entristecer ausencias. Quienes siempre lo han llamado pobre no saben de ilusiones; quienes sólo han visto hogueras no entienden de fuego, y no importa que en su humildad él no lo luzca, su corazón conserva la materia prima que encendió la llama inicial ante la que, quizá, pese a no haber nacido aún la palabra, el primer humano acertó a expresar que necesitaba de otro. Enfunda en los bolsillos de su fiel pantalón vaquero unas manos curtidas por el duro trabajo en la mar, estira los hombros y lo dejamos contemplando cómo el horizonte y él se disfrutan.
            Sabina es estudiante, acude a la escuela donde descubre ese ballet por las ideas que otros se empeñan en llamar Filosofía. Su acomodada familia persevera en mantenerla bajo asedio para que asuma la condición que le corresponde, pero por más que algunos discriminen rangos ella acumula semejantes, Sabina no ejerce de pija. Es de lágrima justa, desde que agotó las que aún le sigue debiendo a ese inseparable vagabundo que decidió escoltarla a través de su infancia; quien le enseñó que no hacía falta marca ni certificado de origen, sólo una mirada y cuatro patas para ser por siempre confidente de su alma. Desde que continúa poniendole flores y añorando que él no pueda verla hecha mujer cuando ella aún le espera, mientras el tramo de cada día se hace más breve, animándole con un entristecido ¡allez mon vieux! Y una cariñosa sonrisa que sabe de despedidas.
            Todavía es una madrugada de chaqueta y Sabina ha olvidado la suya —la memoria es algo que se nos va añadiendo con la nostalgia—. Hoy no ha podido resistir la tentación de ver la danza sobre el océano, como un tango (ese pensamiento triste que se baila) en el que el faro con su último destello se abraza al primero de la aurora. Y vuelven a retrasar el paso final para mañana.
            Lander se pierde esa amanecida, y las que vendrán. Tal vez sea que la de Sabina consigue apagar el día, o acaso ya no necesita buscar más la luz que cada noche trazaba caminos en sus sueños y durante el trabajo le esperaba entre sus viejas mantas. Ella descubre cómo en su voz habla el mar cuando es sincero, y en su mano el roce de toma la mía y hasta donde me lleves. Y deciden ir juntos a ese territorio en el que lo de fuera no importa, donde besa la mirada mientras los labios están ocupados en explicar cosas pequeñas, cuando la piel se enamora incluso del poco aire aunque ya no quede entre ambos y la imaginación se ha marchado sin que ninguno la eche en falta.
            El acantilado, que está aburrido de malos hablares, les ha preparado una bahía despintada de los mapas que amaña para uso de los desprecios cuando persiguen dónde dejar caer el ancla. Allí sus encuentros son diarios y furtivos, encuentros para no perder su alma, para no perderse como la sociedad de fuera que en cada generación sólo aspira a repetirse, envejecida, adocenada y sometida a los caprichos de la envidia por quien pretende la fruta del cesto que no le corresponde. ¡Como si en los cestos enraizara sus parras la uva!
            Pero el océano, que no se lleva bien con los amores imposibles y es salado porque acumula demasiados prometeres convertidos en lágrimas, los contempla con un profundo suspiro cuando ya ha tomado su decisión. Y se los lleva para dejarnos… algo más que el dulce recuerdo de un profundo te amo. ¡Cuánto enseñan de sentimientos la roca y el mar!
Hoy se conserva esa gruta que nunca está vacía para el que sabe mirar. Y una placa habla de su leyenda que tal vez sólo lo sea pero eso no importa. Un homenaje para todos los que se han arriesgado a querer y también encuentran su nombre en la Chambre d´Amour.

Oscar da Cunha
21 de junio de 2017 (Solsticio de verano)

miércoles, 7 de junio de 2017

UN LIMPIABOTAS Y UN LAGARTO DE COLORINES

Es una mañana de julio y Barcelona se viste de calor, o a mí me lo parece, porque esas minifaldas tan cortas procuran que camine por una ciudad llena de monumentos aunque yo sólo me fije en el andamiaje.
            No recuerdo qué edad tengo, conservo la suficiente para que consiga disfrutar de un paseo junto a mi padre, y demasiada para aceptar ir de su mano. Seguramente me encuentre por encima o por debajo, no obstante, vistos desde hoy, los nueve y medio me vienen cómodos. Es lo que me gusta del pasado, puedes hacer retoques y quedarte con la versión adaptada.
            Observo que a él le sonríen, muchas, acaso se trate de una moda de la época; pero cuando empiezan a pasar los años y cambiar las modas, llego a la conclusión de que a las mujeres les gusta ver piel en la cabeza. Y una gran nariz. Después he conseguido entender que tan sólo fueron épocas preocupadas por mantener de moda las buenas costumbres, conversar en las comidas, y los buzones de Correos.
            Hemos pactado visitar el Parque Güell pese a que yo sigo prefiriendo el Zoo, pero los cocodrilos a la tercera ya te saludan y ese lagarto de colorines aún no me conoce.
            Callejeamos. Según mi padre, la naturaleza no comete errores, y no es cuestión de afearle que nos concediera un par de suspiros más de inteligencia que a las ratas para ahora imitarlas recorriendo alcantarillas. El metro descartado. No me convence el argumento aunque como sombra yo también prefiera la de los árboles. En el colegio me vendieron que nos encontramos en la cima de la pirámide evolutiva, pero yo me sigo preguntando para qué. A las aves se les otorgó alas y vuelan, aletas a los peces y envejeceré envidiando su habilidad en el mar; luego me lo pienso mejor al saber que somos los únicos capaces de construir máquinas que nos sustituyan, tal vez encontremos una razonable utilidad para nuestra inteligencia cuando ya no nos necesiten.
            Sobre el adoquinado de uno de los chaflanes vive un limpiabotas. Él insiste y yo no estoy convencido de que me haga falta, me conformo con sentirme seguro de que no me lo merezco. Mi padre ve una oportunidad y presiona. Es verano, de momento son escasos los años y para esa revolución que ya me imagina todavía me queda grande el traje. Sólo descanso un par de jardines ya jubilados más tarde, cuando mis zapatos vuelven a recuperar el polvo que considero apropiado.

Ahora se me entromete la nostalgia siquiera después de tantas cosechas, hay dos cosas que no he vuelto a tener: ni la misma edad ni otro par de zapatos blancos. Pero la que realmente añoro es la compañía.
            Hoy, no la he olvidado y puedo ver su sonrisa, horas después, cuando la cena. Cuando me pregunta y yo me disperso entre el banco ondulante, el pórtico de la Lavandera o el viaducto del Algarrobo. Y él niega con la cabeza sin que sus labios pierdan esa curva que acerca los bordes a sus orejas. Cuando me habla de que la lección del día no va de arquitectura, trata de los propósitos y del sudor para que la vida no te condene a terminar agachado en una esquina limpiando zapatos. Yo me abstengo pero no otorgo. Y ahora que toca recordar sonrisas, lástima que él no vea la mía porque no supo mentirme.
            Me he concedido muchas vueltas por ese parque, y aunque sin su compañía tampoco he podido esquivar la de la del limpiabotas. Con nueve y medio lo empezaba a intuir, el resto del camino me lo ha confirmado. No importa el cómo sino el para qué.
            He visto a muchos hombres ganarse la vida honradamente agachados, sin humillarse, sin esconderse. Y he sabido de los cada vez más que se agachan con reincidencia a escondidas. No, no son cosas de la vida, cada uno elije cómo talla su piedra. Tal vez algún día me toque escoger esquina, y no me preocupa porque el betún sólo mancha las manos pero no las ensucia. Y, como otros muchos, sé que he perdido oportunidades, pero salí aprendido de lo que contenía aquella sonrisa de mi padre: "Cuando sea necesario, hasta para comerte ese lagarto de colorines, pero nunca te agaches para chupar culos".

Oscar da Cunha
7 de junio de 2017